sábado, 6 de agosto de 2016

YO TENÍA UNA GRANJA EN ÁFRICA,... (I.Dinesen)

Mosaico con escena campestre
"Yo tenía una granja en África, ...", así comenzaba su conocido libro Out of Africa la escritora danesa Karen von Blixen, firmando su obra como Isak Dinesen.
Este modesto homenaje viene a cuento porque, hace algunos días, una lectora me comunicó su sorpresa al ver, a través de los mosaicos del Museo del Bardo que os he ido presentando en entradas anteriores, que, en época romana, había granjas en África; y que en nada parecían diferir de las que existieron al Norte del Mediterráneo. Pues bien, querida amiga, es totalmente cierto: el Norte del continente africano, - las que fueran provincias romanas de Mauretania (las dos, Tingitana y Caesariensis), Africa y Aegyptus -, estuvo una vez densamente poblado, organizado alrededor de bellas y cosmopolitas ciudades de inspiración greco-romana, dotado de una buena red de carreteras y con sus fértiles campos plagados de villae rústicas y vici (aldeas y pueblecitos). Viajar por allí era como viajar por regiones de las Hispanias, Italia o Grecia, con el encanto adicional de los sitios donde se habían conservado tradiciones de su pasado fenicio-cartaginés, griego o greco-egipcio. Donde hoy encontramos mares de dunas, antaño hubo campiñas que proveían de grano y aceite de oliva en abundancia a los mercados del momento. Sus montes, poblados de bosques, producían hierbas aromáticas y medicinales de justa fama; surtían a numerosos astilleros de madera para la construcción naval; y eran cantera de bellos mármoles para la ornamentación arquitectónica. Sus costas, ricas en pesca, mantenían una próspera industria de salazones y conservas de pescado, así como una elevada producción de púrpura de excelente calidad. A la riqueza de sus tierras y sus costas había que añadir la que generaba su situación de mercados intermediarios en el comercio de marfil y animales exóticos, procedentes del interior del continente africano; y una abundante producción de objetos de vidrio y cerámica de muy buena calidad. Una imagen, pues, muy alejada de la actual, mientras el desierto y sus arenas avanzan de manera implacable hacia el Norte, llegando hasta la orilla del Mediterráneo en amplias zonas, haciendo prácticamente inviable la agricultura en muchos sitios y despoblando otros, pues ya sus yermas tierras apenas tienen nada que ofrecer a sus pobladores.
- ¿Y qué coño pasó? - me pregunta de repente el oficial de mayor rango.

Queridos lectoras y lectores: a pesar del mucho calor que hace, en nuestro tiempo y en el suyo, varios de los oficiales han venido hoy, a inspeccionar cómo van las reformas que se han empeñado en hacer en mi cocina. Se han pasado la mañana discutiendo, maldiciendo y han estado a punto de liarse a guantazos en más de una ocasión, en las que yo he tenido que mediar,... por no decir que me he visto obligada a interponerme entre ellos, cual desesperada sabina.
- ¡Vaya! Parece que hemos hecho las paces - le digo a él y al oficial galo, que le acompaña desde la cocina y se sienta a su lado.
- ¿Paces? - se extraña el galo - Pero si nosotros nos llevamos muy bien -
- Talmente como hermanos - el romano le da la razón.
- Pues, entonces, hermanos mal avenidos -
- ¡De eso nada! ¿verdad, camarada? - le dice el romano al galo.
- Verdad como que ahora el sol nos alumbra, ¡qué digo!, nos achicharra,... Es lo que peor llevo de este destino tan sureño - me confiesa el oficial galo -... Aunque tu morada es bien fresca, hermosura - añade con un guiño.
- Sí, por esas cajas que sueltan aire frío - le dice el oficial romano, señalando el aparato de aire acondicionado.
- ¡Ah! ¡qué inventos los de los tiempos modernos! - sonríe el galo, recolocando su asiento para que le llegue mejor el fresco.
- Bien, muñeca, no hagas caso de las cucamonas de este viejo seductor, y cuéntanos que pasó en las provincias del Sur... Lo que fuera, tuvo que ser mucho después de que nosotros viviéramos y anduviéramos por allí, porque en nuestros tiempos eran unas tierras muy buenas, y, que yo sepa, antes, los cartagineses, los griegos y los egipcios, según en qué parte, nunca habían tenido problemas para mantenerlas y sacarles abundantes cosechas -
- Las tierras, muy buenas, pero el calor,... demasiado - dice el galo, cabeceando - A ninguno de nosotros nos hacía gracia la idea de conseguir tierras en un reparto por allá abajo, al otro lado del mar -
- Porque os falta acostumbraros a un clima de hombres - le dice el romano, con un punto de provocación.
Pero hace demasiado calor ya a estas horas para que el galo se exalte, así que se limita a sonreirle de medio lado: - Climas de hombres, los del Norte, donde el frío os quiebra los huesos a los sureños y hace que os salgan sabañones hasta en las pestañas -
- Clima de hombres éste, donde hacen falta cojones para moverse y hacer cualquier cosa con esta calor -  sentencia el oficial romano, en tono retador.
- Dejemos la discusión, señores,... o no os cuento lo que pasó en África -
- De acuerdo - dice el galo, más dispuesto a contemporizar - Pero que conste que lo hago por ti, preciosa, que un galo siempre hace honor a su justa fama de reñidor y amante de las disputas a arma desenvainada -
- Yo también - cede el romano, a regañadientes, añadiendo por lo bajo: - De cualquier forma, cuando uno no quiere, dos no discuten -
- Os lo agradezco... El norte del continente africano continuó siendo una buena tierra mucho tiempo después de que pasara vuestra época. Durante algunos siglos, las provincias de allí se consideraron "el granero" de todo el mundo romanizado, y, por poner otro ejemplo, sus productos cerámicos, tanto vajillas finas para mesa, como menaje de cocina, consiguieron alcanzar y mantener las mayores cuotas de mercado en el sector de la alfarería. Pero nada dura para siempre, y las arenas del desierto acabaron engullendo fincas y ciudades enteras entre los siglos V y VI después de Cristo,... entre quinientos y seiscientos años después de vosotros -
- Pero, ¿y los hombres? ¿por qué no siguieron frenando al desierto? - me pregunta el oficial romano, extrañado.
- Porque la mayoría estaban muertos -

Queridos lectoras y lectores, la tendencia a la aridez era algo a lo que los antiguos egipcios, cartagineses, griegos y romanos estaban acostumbrados, pues, como bien podía decirse, en el Norte de África, el desierto siempre se estaba asomando al patio de atrás. Pero eso hizo que se convirtieran en expertos agrónomos, muy capaces de mejorar y conservar la fertilidad de las tierras donde cultivaban; y de realizar una excelente gestión del agua, tanto para el consumo, como para el regadío. Esto llegó a sus máximas cotas cuando la ingeniería hidraúlica romana construyó kilómetros y kilómetros de acueductos, mejorando la distribución del agua corriente y llevándola incluso a lugares donde antes había sido escasa. Sí, amigos, le ganaron el pulso al desierto en muchas zonas. En la imagen que abre esta entrada se puede ver una fuente, en forma de torreón, abastecida seguramente por un acueducto subterráneo. De ella parte un canal de distribución de agua, sobre el que hay varias alcantarillas (pequeños puentes de un ojo).
Y un inciso para los amantes de los perros: aquí pueden verse canes trabajando en guarda y defensa. En el centro de la imagen hay varios hombres azuzando a los perros (podencos, que seguramente dieron la alarma; y perros de presa, más grandes y de pelaje barcino), para espantar a las fieras que rondan al ganado. Estos perros tenían un trabajo muy duro, incluso más que el de los perros guardianes de Europa, pues, si éstos se enfrentaban a osos, lobos, linces y zorros, los africanos debían hacer frente a leones, hienas y leopardos.

- ¿Muertos? ¿cómo fue eso? - me pregunta el oficial galo.
- El resto del cuento, en otro momento - dice el gigantesco oficial aficionado a la cocina, que se nos une, quitándose el mandil - Ahora vamos a comer -
- Espera, hombre, que nos tiene que contar qué pasó en las provincias africanas - le dice el oficial de mayor graduación.
- Ni espera, ni gaitas. Eso que pasó fue mucho después de nuestra época, o sea, que a nosotros ni nos fue ni nos vino, y todo es pura y cochina curiosidad,... y yo no me he pasado la mañana guisando para que ahora se quede la comida muerta de risa,... ¡Cayoooo!, ¡a poner la mesa! ¡ya! - dice, llamando a sus pinches, y empezando a apartarme los papeles y los mapas de encima de la mesa a manotazos.

Así que, queridos amigos, lo dejamos para la próxima entrada, pues me temo que este energúmeno acabe por desenchufarme el ordenador (sí, ha aprendido bien pronto que las cajas bizarras dejan de funcionar si se sacan las clavijas de los enchufes).

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