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Teatro romano de Emerita Augusta (Mérida, Badajoz, España). Foto: Teresa Piquet, 1995 |
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Queridos lectores, el 25 de abril se celebraban en Roma las Robigalia, otra de esas antiquísimas y entrañables festividades agrarias que, en los tiempos de nuestras novelas (últimas décadas del siglo I a.C.) ya prácticamente nadie recordaba bien su origen. Incluso a los eruditos de entonces se les planteaban numerosas dudas. Al pueblo, por supuesto, todas esas disquisiciones filosóficas sobre la naturaleza de los dioses, sus competencias concretas y los entresijos del culto y los rituales, le traía totalmente sin cuidado.
- Una fiesta es una fiesta y no hay más que hablar, sino que celebrar, ¡leches!, con tanta tontería de filósofo desocupado - gruñe Plácido, que, muy amablemente, se ha ofrecido a reponer lo que va haciendo falta en mi despensa, en estas largas semanas de cuarentena a causa de la epidemia.
- Tosca es mi Minerva - dice, cabeceando con desaprobación el tribuno Galo.
- Encantada de tenerte por aquí otra vez, tribuno... ¿Cómo te fue en el hospital?
- No me preguntes, Flaquilla, porque me hace daño recordarlo.
- ¿Tan mal te fue?
- Peor... Nadie podía verme, ni escucharme. Me presenté para ofrecer mi ayuda y mis conocimientos, pero ninguno me veía, ni me oía. Tuve la horrible sensación de ser transparente, vacuo, evanescente, inexistente... Y, lo más duro para un médico, inútil.
- Lo siento, Galo. Ya te dije que lo más probable es que nadie notara tu presencia.
- Me consuela que eso me diera la posibilidad de ir a mis anchas por donde me apeteciera. Vi cómo se han materializado muchas de las cosas que yo soñé, vi los logros que nuestros descendientes han construido sobre los cimientos que nosotros asentamos y vi, ¡por todos los dioses benditos!, tal cantidad de médicos y sanitarios que nunca hubiera imaginado que llegara a ser posible. No he podido ayudar, pero me quedo tranquilo, porque los enfermos están en buenas manos.
- La confianza en ellos, que están haciendo lo posible y lo imposible por contener la epidemia y curar a los enfermos, nos da esperanzas a todos y nos ayuda a aguantar la cuarentena.
- ¡Flaquilla! - me llama Plácido a voces desde la cocina - ¡Ven acá!... A ver dónde carajo pongo esto, porque lo tienes todo lleno de botes.
Cuando vuelvo de lidiar con Plácido y sus afanes por reordenarme los armarios de la cocina, me encuentro con que el tribuno Galo se ha acomodado en mi sillón y está curioseando entre las novelas que tengo pendientes de leer.
- Bueno, Galo, ¿me ayudas a contarles a nuestros lectores algo sobre las Robigalia?
- Procesiones, carreras de animales, antorchas, vino, juerga,... - desgrana Plácido alegremente desde la cocina.
Galo suspira con algo de fastidio: - Entretenimientos del vulgo embrutecido... Las Robigalia, como su nombre indica, eran celebraciones en honor a Robigo, una arcaica divinidad agraria, a la que se ofrecían espigas para que intercediera y evitara que cualquier mal dañara las cosechas de cereal. Algo de importancia capital, pues si los trigos enfermaban, o el pedrisco arrasaba los sembrados, la cosecha se perdería y, sin grano, no habría harina, ni pan, ni semillas para el año siguiente.
- No veo entonces el motivo de que en tus tiempos hubiera muchas dudas alrededor de la festividad.
- ¡Que ya te digo yo que era todo cosa de esos mentecatos de los filósofos aburridos de los cojones! ¿Tú ves, Galo? Ella es de los modernos y se ha enterado a la primera.
- Pues sí que los había... ¡Plácido, descreído! Se lo voy a decir a Quadrato, para que te atosigue a rogativas en desagravio - amenaza al centuríón, guiñándome un ojo - La cuestión, querida, estaba en quién era en realidad Robigo, ¿un dios independiente?, ¿una advocación de otra divinidad?, ¿un dios asociado?... Porque, por una parte, en esa fecha, también se hacían ofrendas a Júpiter. Algo totalmente lógico, puesto que es el dios de los meteoros y tiene el poder de controlar las tormentas y la temperatura del aire, así que ha de estar contento para que el tiempo sea bonancible, llueva cuando tiene que llover y ni una gota más de lo necesario para que las espigas crezcan, granen y maduren. Pero, conforme a la inveterada tradición, el sacerdote oficiante de los ritos oportunos es el Flamen Quirinalis y realiza las ofrendas a Quirino, que no es otro que Marte en su advocación pacífica, como dios de la agricultura y la fertilidad de la tierra. De forma que algunos sostienen, con buena lógica, que Robigo es un dios menor, dedicado a la protección de los cereales frente a la debilidad y las enfermedades, asociado a Marte-Quirino, dios de la agricultura en general. De hecho, en la fórmula ritual de la plegaria del Flamen Quirinalis, éste ofrece a la divinidad la posibilidad de que la herrumbre arruine nuestras armas, antes de que su equivalente dañe a las mieses o a los aperos de labranza.
- Resulta algo más complicado, pero se entiende perfectamente...
- Todavía.... - me interrumpe, haciendo un gesto de impotencia con las manos - La cuestión se sigue complicando, puesto que existe otra tradición que dice que Quirino es la forma divinizada de Rómulo, que se transmutó así para permanecer siempre junto a los romanos. De forma que, a estas alturas, no sabemos en realidad a quién le estamos pidiendo por la salud de nuestro trigo, si a Júpiter, a Robigo, a Marte, a Quirino o a Rómulo mismo.
- ¿Y a quién le importa? - dice Plácido, trayéndonos unas copitas de vino dulce - Se lo pedimos a todos, por si acaso. Asunto concluido. Que el flamen recite el ritual sin equivocarse, que esparza las espigas por los templos y que luego nos deje divertirnos a gusto a la luz de las antorchas. Je, je, je, que corran los zorros y el vino - brinda - Y que el buen Robigo nos libre del orín y la herrumbre - vuelve a brindar -... Y ¡que mantenga sanas las espigas!
Queridos lectores, la fiesta, como todas las celebraciones de nuestros antepasados romanos, tenía dos vertientes, la piadosa, que tenía lugar en los templos y quedaba en manos de los sacerdotes y su profesional desarrollo de los rituales; y la lúdica, que tenía lugar en las calles y corría por cuenta de la población. Como en otras muchas festividades agrarias, la presencia del fuego, elemento purificador, era imprescindible. En las Robigalia, estaba presente en la procesión con antorchas nocturna. Antorchas que alumbraban además una noche larga de diversión, en la que la gente celebraba el buen tiempo y la buena marcha de los sembrados de cereales. En las sociedades antiguas, celebrar eso era celebrar la propia supervivencia, pues los cereales eran el alimento básico y una cosecha malograda significaba carestía, escacez e incluso hambre. Si los campos sufrían la climatología adversa, había que aplacar a los dioses y atraer de nuevo su favor. Si el tiempo era bueno y la cosecha, prometedora, había que celebrarlo por todo lo alto, tratando de conjurar, de paso, cualquier posible contratiempo (muy abundantes y difíciles de superar en unos tiempos en los que nada se sabía de plaguicidas o fungicidas). Uno de los rituales de conjuro, que seguramente hiera la sensibilidad de muchas personas hoy en día, consistía en atar teas ardiendo a la cola de un buen número de zorros, que habían sido capturados vivos para la ocasión, y soltarles para que corrieran llevando el fuego purificador con ellos.
- Incendios. Más que purificación, lo que se extienden son conatos de incendio, con tanto animalejo corriendo como loco y sacudiéndose para tratar de librarse del fuego. Ascuas volando por todas partes - gruñe el primipilo Cornificio - Con lo cual, las guarniciones en vela, con los centones y los cubos para el agua a la mano, o correteando detrás de los bichos incendiarios, para evitar males mayores, mientras los ciudadanos, borrachos como cubas, se ríen, atontolinados, de nuestros desvelos.
- ¿Ten dan pena los pobres zorritos chamuscados? - le pincha Plácido, a la par que le tiende una copita de vino.
- Los bichos me la sudan - contesta Cornificio, desabrido - Me molesta la poca conciencia de los ciudadanos, que sólo piensan en divertirse, sin tener en cuenta que otros tenemos que estar en tensión, de guardia para que no pase nada malo.
- ¡Qué vienen los partos! - sigue bromeando Plácido.
- Ríete, hermano hache, ríete, que, a lo peor, esta noche resulta que te he cambiado el turno y estás de guardia... ¿Cómo se te queda el cuerpo, machote?... Pues, ¡ea!, a perseguir zorritos por ahí, para que no se incendie nada.