Madreselva en Mayo (T. Piquet, 2016) |
En la época en que transcurren nuestras novelas (finales del siglo I antes de Cristo), tanto eruditos como poetas le daban ya vueltas al asunto. Todos estaban más o menos de acuerdo en que, desde los tiempos legendarios, el mes se llamaba así en honor a una divinidad femenina itálica denominada Maia, Maya, Maja o Majesta (esta diversidad de formas escritas del nombre es reflejo de la antigüedad de su culto). Era, como comentamos en una entrada anterior sobre ese asunto, una de las "madres tierra" que podemos encontrar en el panteón latino/romano, personificación del ciclo vital de las plantas, y, por tanto, divinidad agraria responsable de la fertilidad y fecundidad de los campos. Se consideraba que era hija del dios rural Fauno, y, como el resto de las diosas madre-tierra, una honesta matrona; en su caso, fiel esposa de uno de los grandes dioses romanos, Vulcano (Vulcanus/Volcanus/Volkanus, hijo legítimo de Júpiter y Juno, la pareja capitolina), con el que se suponía que colaboraba para llevar a cabo sus funciones divinas. Esa estrecha relación entre ambos esposos, dios del calor fecundante y diosa de las plantas, quedaba reflejada en la tradición religiosa que hacía que el sacerdote (flamen) de Vulcano hiciera un sacrificio a Maia en su día (el primero de Mayo), y que éste consistiera en algo tan propio del mundo rural como una cerda preñada.
De Vulcano hablaremos en unos días, cuando llegue una de sus fiestas. De momento, nos basta saber que, en los viejos tiempos, en la época legendaria itálica, Maia y él formaban un serio y bien avenido matrimonio.
Con el paso de los siglos, cuando la religión romana comenzó a asimilar y "fichar" a las divinidades griegas, con vidas míticas mucho más interesantes y "moviditas" que las propias, una confusión dio lugar a que nuestra buena diosa descendiera en el escalafón de la divinidad, se convirtiera en una adúltera, que engañaba a su marido con su propio suegro, y acababa teniendo un hijo ilegítimo de éste. Y todo porque su nombre coincidía casualmente con el de la ninfa griega Maya. Esta ninfa era hija de Atlas, uno de los titanes, - el castigado a cargar con el mundo sobre sus hombros por toda la eternidad -; y se supone que vivía en la región griega de Arcadia. Allí se dejó seducir por Zeus y tuvo con él a uno de sus hijos nacidos fuera de su matrimonio con Hera, el versátil y astuto Hermes.
Cuando los latinos y romanos adoptaron definitivamente a las divinidades griegas, la asimilación de panteones dio lugar a la enojosa situación en la que quedó la pobre Maia. Zeus y Hera se asimilaron a Júpiter y Juno, de forma que Maia/Maya, al ser confundida con la ninfa del mismo nombre, vio rebajada su dignidad divina y se convirtió en amante de su suegro, ya que, como hemos dicho antes, la pareja capitolina eran los padres de su esposo, Vulcano. Para redondear la faena, Maia "ganaba" un hijo, ilegítimo, - y el enojo y la animadversión eternas de su temible suegra -, convirtiéndose también en madre de Mercurio, otro dios romano, probablemente tan viejo o más que ella, que se había visto rejuvenecido al asimilarse con el Hermes griego. En fin, queridos lectoras y lectores, otro divino enredo que dio mucho juego a poetas y mitógrafos a lo largo de los siglos.
Para la pobre Maia, hoy traemos una fotografía de mi hermosa madreselva, que se cubre con un manto de flores por estas fechas.
De repente, un potente ruido metálico me avisa de que un tropel de hombres armados avanza a paso ligero desde el Pasado hasta mi casa. Me sobresalto, porque no les había mandado la invitación de costumbre.
- ¡Bienvenidos!,... ¿sucede algo? - les saludo y les pregunto, al ver sus semblantes serios y que ninguno ha hecho siquiera ademán de desarmarse. Se han quedado todos muy quietos, en formación, a la espalda del narrador, único personaje principal que aparece en mi salón.
- Salud, Flaquilla - me dice, mirándome con severidad. Da unos pasos por el salón, echa una mirada detenida a nuestro alrededor, vuelve a mi lado y me pregunta: - ¿Dónde está la vieja? -
- ¿Prisca? -
- Sí, la misma. Mariola Prisca. La suegra de mi asistente, y habitual visitante de esta casa -
- Hace un par de días que no la veo. Hoy tampoco ha venido -
- Luego, estuvo aquí anteayer -
Su mirada y su tono suspicaz me ponen en guardia:
- Pues no estoy segura,... - intento ganar tiempo, para averiguar qué quiere de Prisca - Es posible que fuera anteayer la última vez que vino -
- ¿Qué te contó? -
- ¿A mí? - procuro poner cara de no entender nada.
Pero sí que lo entiendo. Claro que sí: se trata del crimen del que me habló Prisca. Como era un asunto grave y confidencial del que ella no estaba autorizada a revelar nada, intento no ponerla en un apuro mayor.
- Nada. Prisca no me contó nada en particular -
- Así que sólo hablasteis del tiempo, ¿no?,... ¡Qué mal mientes, Flaquilla! Te honra querer defender a una anciana,... pero lo haces muy mal. Se que, aunque se lo prohibí expresamente, te contó lo que había sucedido el último día de las Floralia, comprometiendo la investigación -
- No, no, nada de eso,... Hablamos de dónde viene el nombre del mes de Mayo, que ya sabéis que a mis lectores les gustan las leyendas que cuenta Prisca,... -
- Un intento un poco mejor, pero inútil. Se lo que escribiste, Flaquilla -
- ¡¿Cómo?! -
- Ahí, sobre la mesa de escritorio - señala el ordenador portátil - Te has dejado abierta la caja bizarra y lo he leído en el vidrio de la tapa.... Esa abuela lenguaraz te ha contado que ha habido un crimen. Y lo que es más - sube la voz, enojado -, te ha dicho, a ti y a todo el que quiera y pueda leer tus escritos modernos, que ella lo vio todo,... Así que, a uno de los dos nos ha mentido -
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