Mosaico romano (Pompeya, Nápoles, Italia) |
En
nuestra tradición cristiana actual, iniciándose noviembre, la noche previa al
Día de todos los Santos se conoce como Noche de Difuntos, y en ella se
conserva, aunque muy diluida por su contenido religioso, la ancestral creencia
de que los espíritus de los fallecidos pueden acceder, o retornar brevemente,
al mundo de los vivos en su transcurso.
Esa
creencia también era tradición entre nuestros antepasados romanos, aunque ellos
conmemoraban a los difuntos en fechas diferentes del calendario, y les
dedicaban más días. Como ya vimos en su momento (podéis leerlo en las entradas
anteriores correspondientes), en febrero se celebraban las Parentalia (del 13 al 21), dedicadas a los familiares fallecidos; y,
en mayo, las Lemuria (del 9 al 13),
dedicadas a todos los espíritus de los difuntos en general.
Estos
días de noviembre no eran festivos, ni de manera religiosa, ni civil, en el
calendario romano. En realidad, nos encontramos en una de las partes más
anodinas del año de entonces: desde el Armilustrium
(19 de octubre) hasta los idus de noviembre (día 15) no había un solo día
festivo; y, después de esa fecha, no volvía a haber ninguna festividad hasta
bien entrado diciembre, que, eso sí, como hoy en día, estaba bien provisto de
ellas.
Mis
personajes y yo volvemos a dedicar esta entrada a nuestros hermanos italianos,
que siguen conmocionados por las víctimas y la destrucción ocasionadas por los terremotos
que se suceden en la zona central de la Península Itálica.
El
último casi coincide en la fecha en que tuvo lugar otro de los grandes
terremotos que se recuerdan en la Historia reciente de Europa, el acaecido en
1755. Conocido como “el terremoto de Lisboa”, - porque una de las principales ciudades
damnificadas fue la bella capital portuguesa, que sufrió una devastación
horrenda -, ese sismo borró del mapa, asoló o dañó gravemente numerosas
poblaciones de todo el suroeste de la Península Ibérica. Los movimientos de
tierras de gran intensidad derruyeron edificios sin cuento, mientras olas
gigantescas barrían las costas llevándoselo todo por delante. Y, para empeorar lo que ya era dantesco, como debido a las fechas, todas las iglesias,
y muchas casas particulares, estaban decoradas con luminarias y velas para
conmemorar a los difuntos, los incendios prendieron y redujeron a cenizas lo
que había quedado en pie, de forma que las ruinas ardieron durante días. Podría
parecer una historia de terror, de ésas tan solicitadas en estas fechas hoy en
día, pero no lo fue. En estos casos, la realidad siempre supera a la ficción.