Ajuar funerario de Gades (T. Piquet, 2015) |
- Bienvenidos. Parece que estuvierais esperando a que pasara la tormenta -
- Y tú que lo digas - me dice el oficial más guapo, con una sonrisa encantadora - En cuanto ha salido el sol, hemos corrido para acá -
- A rastras le he tenido que sacar de los cuarteles - me dice el narrador, con un guiño.
- Lo confieso: no me apetecía salir y volver a empaparme. Prefería disfrutar del descanso en seco. Ya nos hemos mojado bastante, días y noches seguidos, ¿no te parece, amigo mío? -
- El tribuno nos contó ayer que habíais tenido una noche en blanco bajo la lluvia, y después, un día que calificó de "absurdo" -
- Cierto. Anteanoche nos pasamos la vigilia de imaginaria, patrullando las calles y plazas bajo el aguacero, y vigilando la casa de la difunta y a sus deudos - cuenta el narrador.
- ¿Y para qué? Para nada - pregunta y se contesta su amigo.
- Después, sólo descansamos el tiempo de comer y beber algo caliente y ponernos ropa seca,... -
- También para nada - le interrumpe su guapo amigo - Porque seguía lloviendo a cántaros -
- Y nos dedicamos a atender a todos aquellos vecinos que querían ayudarnos en la investigación, contándonos todas las cosas extrañas que habían creído notar a lo largo de la noche -
- Un disparate - tercia su amigo, interrumpiéndole otra vez - Pero hay que tener contentos a los ciudadanos, para que estén contentos los magistrados y a nosotros nos dejen en paz -
- Aunque yo tenía la vaga esperanza de que alguna de aquellas historias de fantasmas me diera una pista sobre quién quería inculpar a toda costa al viudo de la difunta, recurriendo a simular que era el lemur de ella que volvía del más allá, clamando justicia -
- Sí, te lo concedo, amigo mío: no era mala idea; pero tuvimos que tragarnos historietas de todos los colores... Muchos no eran más que vecinos con ganas de hacerse notar, o viejas medio locas que ven larvas por todas partes, como la dichosa suegra de tu asistente,... que, oye, creo que dio lugar a que otras abuelas de su quinta se echaran el mantón por la cabeza y se vinieran a torturarnos con sus cuentos de miedo -
- ¿De verdad que os dieron miedo? No imagino a hombres como vosotros asustados por cuentos de fantasmas -
- ¡Pues claro que no! - dice el guapo, sacando pecho - Quizás cuando éramos niños - añade con una evocadora media sonrisa.
- Sí - el narrador también recuerda su niñez - Mi abuela solía contarnos cuentos de ésos en las Lemuria. A decir verdad, algunos de los que me contaron ayer, ya los conocía de antaño... Pero cuando pasaba miedo era cuando se encargaba mi abuelo del ritual de las habas negras. Yo era muy pequeño, y recuerdo cómo ni mi hermano ni yo podíamos pegar ojo hasta que no oíamos sonar el mortero de bronce, que utilizaba para dar por terminado el rito cada una de las tres noches señaladas. Al oír los pasos del abuelo acercarse a nuestro cuarto, yo me tapaba la cabeza con el cobertor, y mi hermano, aunque era algo mayor que yo y presumía de chico grande, se metía debajo de su cama. El abuelo tenía una voz de ultratumba, y, ahora creo que, si alguna vez hubo algún lemur que visitara la casa, no necesitaba de rituales para salir corriendo como si le hubieran echado a los perros,... con sólo oírle le debían dar unas ganas locas de volver bajo tierra. Años después, cuando el cabeza de familia era mi padre y se encargaba de los ritos, tanto mi hermano como yo éramos ya demasiado mayores; y, cuando recitaba la letanía en la puerta del cuarto, por respeto y sólo por respeto, no le tirábamos las almohadas a la cabeza, para que se fuera de allí y nos dejara dormir en paz -
- ¿Sirvió entonces de algo todo el operativo que organizó el tribuno? -
- ¿Que quién organizó qué? - protesta el guapo oficial.
- Déjalo estar - le pide su amigo, el narrador - No son ésas cuestiones que tengan que conocer tan pronto los lectores de Flaquilla. Sólo te podemos decir que no sirvieron para nada, ni la vigilia, ni todo el día de ayer escuchando a los vecinos -
- Y a los familiares del duelo, supongo -
- A ésos no necesitamos interrogarlos, porque pasamos la noche en su compañía, en el piso de la difunta y su viudo -
- Sí, ésa es otra - se queja su amigo - Que no es plato de gusto hacer velatorios en funeral ajeno,... y para nada -
- Cierto. Y de ninguna forma conseguimos pistas del supuesto lemur -
- Que, por otra parte, por la noche, volvió a aparecer solito - añadió su amigo con un gesto de enfado.
- ¿Cómo? -
- Lo que te cuento, queridita - me dice con una sonrisa seductora - Anoche, cuando ya habíamos vuelto a los cuarteles, frustrados y reventados, pero dando por concluida toda esta tontería, y sólo quedaba la guardia de vigilia ordinaria en la ciudad, pues va el jodío lemur y se aparece otra vez a los del duelo. Así que otro acto de comedia: sustos, gritos, carreras y el vecindario revuelto y en la calle otra vez... Y nosotros, otra vez de imaginaria -
- Lógicamente, - dice el narrador -, el supuesto lemur, visto el operativo, como tú lo has llamado, Flaquilla, dejó para mejor ocasión el volver a la carga. Así que, en cuanto vio que retirábamos las tropas de las calles y todo volvía a la normalidad, retomó su comedia -
- Eso quiere decir que estáis seguros de que se trata de alguien que simula ser un fantasma -
- No hay otra - dice el narrador, muy serio.
- No hay otra - su amigo le imita.
De repente, con estruendo metálico, el otro oficial, el amigo de ambos tan aficionado a la cacería, hace acto de presencia.
- ¡Vamos! - les apremia, sin saludar siquiera - ¡Apresuraos!¡que tus hombres dicen que ya tienen localizado al lemur! -
La fotografía que hoy nos sirve para ilustrar la entrada la tomé en el Museo Provincial de Cádiz (España), durante una exposición relativa a excavaciones realizadas en una antigua necrópolis gaditana. En esta vitrina se exhibían piezas de las que habitualmente formaban parte de los ajuares funerarios de época romana en la ciudad, que entonces se llamaba Gades. Vemos una urna cineraria de plomo, parcialmente conservada, y cinco ungüentarios de diferentes tipos. Los frascos y botellitas de perfume, que acompañaban a las urnas como ofrendas para el más allá, se conocen con el nombre genérico de ungüentarios, porque también servían para contener ungüentos, en texturas de aceite o crema, utilizados tanto en medicina y farmacia como en perfumería. La forma de pequeñas botellas nos dice que éstos contuvieron perfumes o aceites perfumados, productos caros, que se vendían en cantidades pequeñas. Como dice el refrán: el buen perfume siempre se vendió en frasco pequeño. Los ungüentarios podían fabricarse de vidrio, como el que se ve en la parte central de la fotografía; o de cerámica, como los otros cuatro que lo acompañan. Los había de varias formas y, sobre todo los de vidrio, de diferentes colores.
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