Bosque y arroyo (foto de Brian Matiash) |
No he filtrado este dato a nuestros personajes, porque les habría dado un disgusto mayúsculo; y seguramente la mayoría habría corrido a hacer desagravios a los dioses, se habrían puesto de luto, y me hubiera costado mucho hacerlos regresar de buena gana.
La Península Ibérica en la que ellos vivieron tenía un aspecto muy diferente al de hoy día. Según los datos de los geógrafos antiguos, abundaban, como en el resto de Europa, bosques de toda especie; algunos tan extensos, densos y frondosos que, de su denominación latina, silva, viene la palabra selva, con la que hoy, desafortunadamente, sólo podemos nombrar ya a las últimas grandes masas arbóreas que todavía persisten en las regiones tropicales del planeta. Se que muchos de vosotros, queridos lectoras y lectores, estaréis ahora mismo levantando una ceja con incredulidad, puesto que, los paisajes abiertos, y con sólo algunos árboles dispersos, de la actualidad no os recuerdan, ni remotamente, a un bosque. Y nuestras ciudades y pueblos, atacados por la tendencia arboricida tan extendida entre nosotros hoy en día, cada vez tienen menos parques y jardines; y sus calles y plazas han sido despojadas de la benéfica sombra de los árboles.
En los tiempos de nuestras novelas, los antepasados convivían estrechamente con los bosques, y su relación con ellos tenía dos vertientes, una práctica, ya que eran muchos los aprovechamientos y beneficios que de ellos se obtenían; y otra espiritual, pues estaba profundamente arraigada entre sus creencias que los divino y los árboles eran inseparables. Los campos de cultivo podían ocupar grandes extensiones de terreno en las comarcas y regiones donde el suelo era más fértil, pero no por ello se despoblaba éste de sus árboles. Las zonas boscosas alternaban con las praderas para pastos y con las parcelas cultivadas, cuyos límites estaban marcados muy a menudo por setos arbóreos. Y los ríos y arroyos que cruzaban las llanuras lo hacían siempre acompañados de sus sotos y bosques galería. Incluso en las zonas de mayor explotación agraria, las más próximas al Mediterráneo, los árboles y arbustos cultivados suplían a los silvestres, de forma que los olivares eran auténticos bosques, y los huertos daban sus cosechas de verduras, legumbres y hortalizas a la sombra de bosquetes de frutales y vides emparradas, maridadas con árboles, cuyos troncos y ramas sostenían en alto los sarmientos. En las tierras menos feraces, por su suelo o su ubicación montañosa, los bosques alimentaban al ganado tanto como los pastizales, y, a la par, el ganado los mantenía limpios de maleza, reduciendo el riesgo y los daños de los incendios.
Los árboles que poblaban cada bosque variaban, dependiendo del suelo y el clima de cada lugar, y, con ellos, variaban las divinidades que los cuidaban o que, incluso, residían en ellos. Todos estaban poblados por los espíritus de la Naturaleza de los que ya hemos hablado en ocasiones anteriores, así que, por principio, todos los bosques eran sagrados. No obstante, había dioses y diosas que sentían predilección por determinadas selvas o bosques, y se consideraba que tenían allí su residencia, por lo que el lugar era un templo natural. Estas arboledas sacrosantas recibían todo tipo de cuidados, eran escrupulosamente respetadas y sus terrenos se consideraban un santuario, vinculado a la divinidad residente o protectora de sus plantas. A éstas, en algunos lugares, se les construían templos y se les erigían altares, en las márgenes del bosque, o en algún claro a propósito en su interior. Estos santuarios silvestres eran muy populares y los devotos los visitaban a menudo, realizando peregrinaciones hasta allí desde lugares alejados y celebrando de manera multitudinaria las fechas señaladas del calendario religioso, que estuvieran relacionadas con la divinidad titular.
Esto nos refleja una vida rural estrechamente vinculada a los bosques, y podría parecer que la vida urbana era diferente, pero nada más lejos de la realidad. La gente que vivía en las ciudades quería a los bosques en la vecindad. De forma que, al interior de las murallas urbanas, se extendían bosques y bosquecillos, algunos de extensión considerable, a modo de templos naturales de alguna divinidad. Y compartían espacio con parcelas dedicadas a huertos y jardines, donde los árboles frutales y los arbustos de flor hacían las veces de bosque doméstico; por no decir que casi todo el que podía permitirse una casa con espacio para jardín, o patio trasero grandecito, lo llenaba de árboles y lo convertía en su huerto particular, al igual que se ajardinaban los patios centrales, o atrios, lo suficientemente amplios...
- Lo he encontrado, tribuno -
- ¡Ah!,... Dámelo, hijo.... Ya veo, y es mucho peor de lo que imaginábamos -
- ¡Buenas tardes! ¡Qué distraída debo estar! No he oído el zafarrancho que organiza habitualmente vuestra escolta -
Mis personajes no responden de inmediato a mi saludo, concentrados en varios números de la National Geographic. Sus caras reflejan una mezcla de estupor y tristeza.
- ¿A qué esperabas para decírnoslo? - el tribuno echa sobre la mesa una de las revistas, abierta por una página donde unas fotos muestran, en toda su crudeza, el avance de la deforestación en las zonas tropicales del sureste asiático.
Su acompañante, el personaje narrador de nuestras novelas, hace lo propio con otro número de la revista, donde se ve la maquinaria de una compañía maderera extrayendo árboles de algún lugar de la selva amazónica.
- No pensaba hacerlo - reconozco. A lo hecho, pecho.
- Insultas nuestra inteligencia, y dejas la tuya en mal lugar - me dice el tribuno - Debiste suponer que nos acabaríamos por dar cuenta. De hecho, las sospechas que abrigaba, a partir de algunos datos que había encontrado en el atlas, nos han hecho venir hoy de incógnito para buscar pruebas,... las fotografías no son válidas como imágenes de la divinidad para nosotros, pero sí como reflejos de la realidad en tus tiempos. Y aquí está esa horrenda realidad - añade, señalando con un índice acusador a las revistas y volviendo el rostro en un teatral gesto de reproche.
- Vuestros "atlas" son compendios de mapas, y nosotros sabemos mucho de mapas, Flaquilla.... Habías escondido eso debajo de libros modernos de jardinería, pensando que no se nos ocurriría buscar horrores entre las flores,... así que he mirado ahí primero - me dice el narrador.
- Le he traído conmigo porque sabía que él daría con las pruebas de la barbarie, que tú nos escamoteabas. Ninguno mejor que él para algo así -
- Sí, tribuno, pero recuerda que no voy a servirte de mucho si se dan cuenta de que has salido sin escolta -
- Ya se que, si no volvemos pronto, me espera un buen berrinche y tener que aguantar que nuestros hombretones me culpen de tenerlos con las carnes abiertas, como si fueran mis madres -
- A ti, un berrinche; pero a mí, una bronca homérica, por seguirte la corriente y dejarte salir extramuros sin más compaña que yo, abandonando mis obligaciones -
- Tranquilo, hijo. Si se dan cuenta de nuestra ausencia, antes de que empiecen los reproches, les contamos lo que hemos descubierto con todo lujo de horrendos detalles. Confío en que entre el estupor, la incredulidad y las ganas de desagravio de los más píos, se olviden de nuestra excursión -
- Sabes tan bien como yo que, aunque todos corrieran en estampida a preparar desagravios para los dioses por los bosques arrasados, hay un cascarrabias pelicano que no se movería hasta que no le diéramos explicaciones. Aunque ardieran a la vez todos los árboles del mundo, el señor-primero-el-reglamento nos abroncaría antes de correr a por el hacha -
- ¡¡¡Qué habéis hecho, descendientes!!! - clama el tribuno, cambiando de tema. Pero, al momento, deja el tono trágico y pregunta: - ¿Es así en todas partes? ¿Qué sucede en nuestras tierras? -
- En nuestras tierras ya casi no quedan bosques. Y los que todavía siguen en pie, están muy mermados. Los incendios forestales consumen miles de árboles cada año - les cuento.
- ¿Tan terribles son las tormentas? -
- Lamentablemente no se trata sólo de tormentas: hay descuidos, accidentes;... y, desafortunadamente, incendiarios de todo tipo: unos, porque están desequilibrados, y otros, porque les mueven intereses económicos -
Los dos cabecean con pesar.
- Pero la deforestación no es sólo algo actual,... viene de lejos -
- No trates de disculpar a tus contemporáneos, dejando la responsabilidad sobre los hombros de antepasados vuestros, que ya no pueden defenderse - me regaña el tribuno, muy serio - Hijo, toma nota. Tenemos que intervenir: cuando volvamos al pasado, voy a ordenar poner en marcha una campaña de plantación de árboles. Primero me entrevistaré con los magistrados de la colonia, para convencerles de que una divinidad,... bueno, ya se me ocurrirá a quién podemos atribuirle la inspiración,... Sigue, que una divinidad me ha transmitido su voluntad,... aquí deja otro hueco, que ya pensaremos en una forma efectiva, pero que no sea demasiado impactante, porque correríamos el riesgo de que no nos crea nadie. Tú, por supuesto, serás testigo del suceso. Es una orden... A ver, sí, eso, que me ha transmitido que para que la colonia prospere será necesario que haya un bosque dedicado a su culto en exclusiva, así que habrá que plantarlo ex profeso, ya que es la única forma de evitar conflictos con divinidades y espíritus residentes. ¿Lo has anotado todo? Bien, pues lo siguiente: una vez les haya convencido, nos pondré a todos al servicio de la colonia para las tareas forestales, y, a la par, exigiré, diplomáticamente, que el personal civil coopere en todos aquellos trabajos que se consideren oportunos y necesarios, que no hace falta que te diga, ni que escribas, querido, que serán la mayoría, que nosotros tenemos cosas más importantes que atender. He dicho. Cuando lleguemos, lo pasas a limpio y me lo pones a la firma -
- ¿La divinidad inspiradora? ¿el momento de inspiración? -
- Creo que voy a necesitar algún consejo en la materia: ¿quién es el mayor abraza-altares que conoces? -
- Unojo -
- ¡Ehem! Excelente como fuente de información religiosa, pero hueso duro de roer. Me costará convencerle -
- ¿Quiéres que hable yo con él? -
- Gracias por el ofrecimiento, hijo, pero esto debe ser cosa mía. Tú sólo serás testigo de lo que yo te ordene, en su momento -
- Disculpad que os interrumpa, pero ¿de verdad creéis que sirvió de algo que plantarais muchos árboles en vuestro tiempo? -
- Pues tendremos que leerlo en los libros de Historia que se escribieron después - dice el tribuno.
- Lo que sí es seguro es que dimos mucho trabajo a los leñadores - sonríe el narrador, guardando las notas que había ido tomando al dictado.
- Para compensar - les enseño otro número de la National Geographic, dedicado a los bosques de secuoyas norteamericanas - Mirad qué maravilla de árboles gigantes había en el Nuevo Mundo, que vosotros no llegasteis a conocer. Y todavía quedan -
Los dos admiran las fotografías y leen el artículo a toda velocidad. Cuando abren el desplegable, sonríen con arrobo al contemplar la inmensidad de los árboles.
- Algunos de esos gigantes ya vivían cuando vosotros estabais en este mundo - les digo.
Ambos se emocionan. Lo disimulan bravamente, pero yo soy una mujer, y esas cosas no se nos escapan a las féminas, así que añado un detalle más que se que puede gustarles.
- Aquí, en lo que fueron vuestras Hispanias hay algunos olivos muy viejos que, según algunas personas, ya existían cuando vuestro querido Julio César estuvo aquí -
- ¡¿Dónde?! Hijo, toma nota: tenemos que averiguar dónde están esos árboles e ir a rendirles honores, que lo que sí es un milagro divino es que, entre tanto arboricida suelto, sigan resistiendo todavía -
La fotografía que ilustra nuestra entrada es obra de Brian Matiash, que la tituló "Fingerlings", por los llamativos "dedos verdes" que cuelgan de las ramas (Es cortesía de Google, que, junto a una amplia galería de imágenes, la pone a disposición de sus usuarios para utilizarla como fondo de pantalla o como tema para sus perfiles en Google+).
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