En
el calendario de nuestros antepasados romanos, el mes de Diciembre venía tan repleto
de fiestas como el nuestro. Para ellos, el mes festejaba a seis divinidades
distintas, y, entre ellas, a tres dioses fundamentales para su concepción del
universo: Jano, Júpiter y Saturno.
Jano,
el que ellos consideraban como el más antiguo de todos los dioses, el dios de
las puertas, las entradas y salidas, cerraba y abría cada año, y era el primer
dios en recibir atención religiosa y festiva preferente en Diciembre y en
Enero. Sus fiestas, las Agonia, se
celebraban el 11 de diciembre, y el 9 de enero.
Júpiter,
dios de dioses, óptimo y máximo, tenía consagrados dos días en diciembre, el
13, por ser los idus, - que, como
hemos comentado en otras ocasiones, le estaban todos dedicados -, y el 23,
cuando se celebraban las Larentalia.
Saturno,
el antiquísimo dios del tiempo, personificación divinizada de la prosperidad, y
máximo benefactor de los hombres, era el que recibía más atención en el último
mes del año. La fiesta religiosa era el día 17 de diciembre, y, con el tiempo,
las celebraciones populares se fueron alargando, hasta llegar a la última
festividad del mes, el día 23.
- Algo
que no se podía sostener, ya que la mayoría de los comerciantes cerraban sus
tiendas, se desatendían otros muchos negocios, y se demoraban asuntos de
importancia en los tribunales, así que nuestro querido César Augusto hizo que
los días de fiesta oficiales se redujeran a tres – explica el tribuno.
- En
eso es en lo único en lo que mucha gente no estuvo de acuerdo con él – dice uno
de los oficiales.
- Sí,
porque mira que es majete el jodío, pero, en lo de recortar las Saturnalia, se
portó como un auténtico aguafiestas – dice otro.
- Bueno,
queridos, pues en vuestros tiempos ya estaríamos en plenas Saturnales… -
- ¡¡¡ Io,
Saturnalia !!! –
cantan a coro, levantando las copas de vino dulce que les he ofrecido.
- ¿Qué
os evoca ese nombre, Saturnalia? –
- Jolgorio,
bebercio y poder apostar a gusto sin que ningún moralista venga a mirarte por
encima del hombro – ríe uno.
- Ya,
y sin que a nosotros nos toque hacer de moralistas con los paisanos – apunta el
narrador.
- Doble
moral – añade el tribuno, con una sonrisa socarrona – Porque más que os gusta a
vosotros una buena apuesta, queridos míos,… -
- ¡Y
tú que lo digas, tribuno! – ríe otro de los oficiales, guiñando un ojo.
Las
fiestas dedicadas a Saturno tenían lugar en los días próximos al solsticio de
invierno, y por esa razón, las velas tenían una importancia fundamental en las
celebraciones, y, a la par, eran uno de los presentes que la gente
intercambiaba, ya que representaban la luz y el reinicio de otro ciclo anual,
en el que los días, y, por tanto, la luz solar, volvían a alargarse sobre la
tierra.
- ¿Sabéis
que las velas siguen siendo un elemento decorativo de importancia en nuestras
festividades de esta época del año?
- ¿Pues
no tenéis ahora esa modernidad de la electricidad?, ¿para qué velas? –
- Por
tradición –
- Aunque
ya nadie recuerda que esa tradición se remonta hasta nosotros – dice el
tribuno, algo molesto.
- Las
utilizamos fundamentalmente como elementos decorativos, ya que su cálida luz
nos gusta más que la de leds y bombillas. Son parte de nuestras fiestas
navideñas, que perderían mucho sin velas, y sin… –
- Pues
yo pienso que las velas, por muy bonitas que sean, son un peligro de incendio –
me interrumpe otro de los oficiales.
- Tú
siempre poniéndote en lo peor… Anda, cómete esta cosa blanca –
- Es
un polvorón – les aclaro – Uno de los dulces típicos de estas fechas. ¿Cuáles
eran los vuestros? –
- ¡Qué
dulces! ¡Vino! Vino es lo que cuadra bien con estas fechas; pero del fuerte, no
estos melindres para abuelas –
- Es
un vino buenísimo –
- No
están malos estos… polvorones, ¿dijiste? –
- Sí,
polvorones –
- Pues
están mejor si se les sacude el polvillo blanco de por encima – dice otro,
raspando el polvorón con la punta de su puñal reglamentario –
- Sí,
que están buenos, y tienen tropezones – dice otro, mirando medio polvorón
después de haberle dado un mordisco - ¡Vaya! Son almendras –
- Espero
que sin restos de cáscara, no vaya a tener que poner a Celestino a sacar alguna
muela rota mañana – dice el tribuno.
- Al
Celes no, que está en prácticas – gruñe otro de los oficiales, masticando con
excesiva prudencia el polvorón.
Cuando
iba seguir planteando otras cuestiones sobre las entrañables fechas de las
Saturnales, un legionario irrumpe de repente en el salón:
- ¡Mi
centurión! ¡Incendio en la cuesta del templo de Venus! –
Todos
se levantan a la vez, menos el que habló de peligro de incendio, que se
atraganta con el polvorón y se pone a toser y a escupirlo, mientras intenta
articular un “ya os lo decía yo”.
- ¡Me
cago en toas las velas! Arreando todos para el pasado, que, como se levante
viento, nos vamos a acordar de estas Saturnalia para los restos – dice el
oficial de mayor graduación, echándose su capa por los hombros.
- Vayamos,
hijos míos, vayamos – dice el tribuno con cara de circunstancias, mientras
todos los oficiales pasan por su lado y le dejan atrás, corriendo tras el
legionario mensajero.
- ¿Qué
tripa se les ha roto a los muchachetes de la quincalla en el pecho? – me pregunta
Prisca, que ha debido estar escondida en la cocina todo este rato, y ahora se
sirve una copita de vino dulce y toquetea los polvorones que quedan en la
bandeja, para escoger uno.
- Una
emergencia. Ha llegado un legionario con un mensaje, avisándoles de que se ha
declarado un incendio –
- Era
de esperar – dice, encogiéndose de hombros – Hay velas por todas partes.
Estamos en Saturnalia. Algún descuido, alguna mal puesta que se ha caído y ha
prendido una cortina, o una alfombra, y ¡ea!,… ¿Y dónde han dicho que es? –
- En
la cuesta del templo de Venus –
- ¡Juno
sacrosanta! – exclama, soltando el polvorón y echándose la palla por encima de la cabeza – Allí vive mi amiga Primitiva,… me
voy corriendo a ver qué me cuenta –
En
fin, queridos amigas y amigos, esperemos que no sea nada demasiado grave, y que
nuestros antepasados vuelvan por aquí mañana para seguir contándonos más cosas
sobre las Saturnales.
Para
ilustrar esta entrada, la foto de una ya antigua felicitación navideña, con un
motivo de velas encendidas. Si cambiamos las bolas por hojas de
laurel, bien podrían haber estado en casa de cualquiera de nuestros antepasados
romanos por estas fechas.
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