Queridos lectoras y lectores:
Nuestra editorial, GoodBooks, nos autoriza a desvelar para vosotros las primeras páginas de "Caballos de Octubre". Así que vamos a cederle la palabra, como corresponde, a nuestro personaje narrador, el centurión Manlio Sereno, para que empiece a contaros sus andanzas por la Hispania Ulterior.
- Sereno, para nuestros lectores, ¿qué es lo que les vas a presentar a continuación? -
- Es el prefacio al primer volumen de los comentarios que escribí sobre mis investigaciones, y que titulé October equii -
- O sea, en español, Caballos de Octubre. Pues no hagamos esperar más a nuestros amigos. Adelante, Sereno, son todo tuyos -
VOLUMEN I
RUBRICA —OCTOBER EQUII
PRAEFATIO —BENESCRIBO
A quién esto lea, seas quien seas, salud.
Soy A. Manlio Sereno Celso, centurión primipilo de la Décima Legión Gémina, inquisidor militar, y he decidido retirarme.
Cada generación tiene sus propias batallas y las de la mía ya son historia. Cuando algún joven aguilucho recién ascendido viene a verme como si yo fuera una reliquia viviente del pasado, me digo que va acercándose la hora del retiro.
Aunque todavía no he llegado a la senectud, he pasado más que de largo la edad para licenciarme. La vida activa mantiene bien al hombre y, a día de hoy, sigo fuerte y sano. Probablemente también me haya ayudado el ser flaco, porque, como le gustaba decir a nuestro querido Canidio Galo, las carnes escasas mantienen alejada a la enfermedad.
De la muerte en combate me han librado la buena instrucción que recibí, el no haber dejado nunca que la pereza me apartara del campo de entrenamiento y, por supuesto, el favor de los buenos dioses y del divino señor Julio, que desde que lo mandamos entre ellos, según la común opinión de todos los hermanos, siempre ha velado por los de su Décima.
Mi buena memoria se mantiene intacta, mi vista sigue permitiéndome escribir a la luz de la lámpara, mi pulso sigue tan firme como para no haber perdido el apelativo que me gané de Benescribo, y voy a poner por escrito todo lo que recuerdo sobre algunos casos particularmente notables que tuve que afrontar.
Una larga vida de servicio bajo las águilas permite atesorar muchos recuerdos, aunque la mayoría de ellos eran la memoria compartida de toda la legión, y tenían sentido cuando los hermanos rememorábamos juntos, hasta ponernos sentimentales, alrededor de una jarra de vino. Ahora ninguno de los hermanos de entonces está, y sólo a veces me apetece recuperar algunos de aquellos recuerdos para los nuevos.
Pero, como te digo, sustituto mío, un servicio prolongado da para haber visto muchas cosas y no quisiera que aquél que ocupe mi puesto se quede sin conocerlas. Cuando leas esto, seas quien seas, sabrás que si volviera a presentarse algún caso similar, aquí, en Asturica Augusta, en los archivos de la legión, en la caja de memoriales pintada de rojo que tiene mis iniciales grabadas en una esquina de la tapa, encontrarás cuanto necesitas para resolverlo de igual modo, o, al menos, para inspirarte en tu tarea.
Qué los dioses no jueguen demasiado a los dados contigo, porque, sustituto mío, si estás leyendo esto es que ya te has perdido.
Yo, por tener buena letra, me perdí.
Aquel día no me di cuenta; aquel día en el que, por tener buena letra, por escribir rápido y por ser pulcro en mis escritos, los hermanos decidieron nombrarme por aclamación notario de la Décima. Tampoco en los días siguientes, porque mi trabajo me parecía una cómoda sucesión de rutinas a las que estaba seguro que no tardaría en acostumbrarme, como acabaría por hacerme a ser yo el que llevaba el dichoso silbato de órdenes colgando del cuello y la vara de mando bajo el brazo.
Un suceso inesperado hizo el efecto de un gran proyectil en el légamo del estanque que creía que sería esa nueva etapa de mi carrera de armas. Aquel hombre muerto junto al desagüe fue el principio de una serie de acontecimientos, que me abrieron los ojos a la que sería la auténtica realidad de mi vida futura. Me perdí bien perdido, como hubiera dicho mi buen Marciano; y, a partir de aquella madrugada, me enteré bien enterado de lo que significaba que también me nombraran inquisidor de la legión.
Iba a rubricar estos volúmenes que te dejo como "Comentarios sobre los casos criminales más importantes que acontecieron en la demarcación de la Décima Legión Gémina durante los años de servicio del Primipilo A. Manlio Sereno Celso", pero ese título, además de demasiado largo, no sería exacto. Cuando yo llegué a la Décima, lo que quedaba de la legión eran los restos de la vieja Décima Montada de Julio César, después de una larga serie de guerras civiles; y era la legión de L. Vipsanio Cornificio. Por eso he decidido ir dando a cada uno una denominación diferente, y así, como Caballos de Octubre, quedan rubricados los dos libros de este primer volumen de comentarios a los memoriales de mis inquisitorias, por las razones que comprenderás conforme vayas leyendo.
Por lo que respecta a la Décima Legión, cuando me incorporé a ella, estaba destinada como guarnición en lo que entonces era la provincia de Hispania Ulterior, en sus confines del noroeste, en la Lusitania, entre celtas, lusitanos y vettones, a bastantes días de marcha de los límites meridionales de los territorios de galaicos y astures.
Extraoficialmente, estaban castigados cerca del fin del mundo por haber luchado en el bando de Antonio durante la última guerra. Que la más leal de las legiones de Julio César, su mano derecha en todas las grandes batallas, no hubiera estado junto al joven César contra Marco Antonio, significó que, tras la derrota de éste en Actium, obtuvieran, más que un destino, una penalización encubierta.
Nadie dudaría en decir que la Hispania Ulterior era una provincia alejada, pero tampoco que su parte meridional, la Bética, era uno de los mejores sitios para vivir fuera de Roma en los que se podría pensar. Unas tierras ricas, prósperas, con buen clima y tan parecidas a nuestra querida Italia, que podías creer que no habías salido de ella. Siendo Julio César propretor en la Ulterior, había llevado a cabo una campaña estratégica para reforzar el control sobre la Lusitania, ampliando la extensión de la provincia hacia el Norte y el Oeste, y creando un buen margen de protección para la Bética contra posibles correrías de sus vecinos, siempre interesados en los bienes ajenos, según el sentir de los propios béticos.
Pero los lusitanos hacía muchos años que vivían en paz, cumpliendo con los pactos y manteniéndose alejados del ganado y las cosechas de los celtas, de los túrdulos, de los turdetanos y hasta de los de nuestros propios colonos, que también se habían ido avecindando en las tierras de la Beturia y la Lusitania meridional. Los que estaban sobre el terreno sabían que tanto galaicos como astures vivían demasiado lejos como para representar un problema real, no ya para los béticos, sino ni siquiera para sus convecinos lusitanos y vettones. Aquellas tierras del fin del mundo estaban, en general, poco habitadas y exigían de sus gentes un gran esfuerzo para dar sus parcos frutos. Estaban demasiado ocupados en sobrevivir día a día como para dedicarse a molestar a los vecinos lejanos; sobre todo a sabiendas de que, desde hacía ya varias generaciones, los nuestros vivían entre ellos y nunca hemos tenido fama de vecinos pusilánimes. Y las legiones no sólo protegían a nuestros colonos, sino también a nuestros convecinos hispanos y a todos aquéllos con los que lo hubiéramos pactado.
A esas alturas, en la Ulterior, ya habíamos pactado hasta con el lucero del alba; así que los de la Décima Montada pensaban que, ciertamente, no habían recibido un mal destino. Tampoco habían sido licenciados forzosamente con deshonor. ¡Oh, no! Nadie en el estado mayor del joven César habría osado sugerir jamás semejante cosa para los más bravos de los hombres del Divino Julio, como hubiera dicho cualquiera de ellos, fingiendo escandalizarse. Pero los hermanos de la Décima sí creían que se les había asignado un destino insignificante, inútil y, para colmo, en el último rincón del mundo.
Estaban seguros de que lo que perseguían aquellos burócratas de nuevo cuño era que el aburrimiento hiciera que ellos mismos fueran acogiéndose a la campaña de licenciamiento voluntario de veteranos, que se había puesto en marcha para reducir efectivos militares.
Tras la última guerra, el joven César y sus partidarios nos encontramos vencedores y con dos ejércitos. En realidad, con lo que quedaba de ellos después de la escabechina. Había por delante una ingente tarea de reorganización para conseguir un ejército romano unificado y realmente operativo, que nos ha llevado más de quince años completar. Hubo legiones que se licenciaron o se disolvieron; otras, tan mermadas de mandos y efectivos que apenas eran, como decía Cornificio, un puñado de tíos cosidos a cicatrices, unos banderines y tres o cuatro músicos, fueron absorbidas por otras unidades que necesitaban completarse. A los veteranos se les ofreció la posibilidad de irse licenciando, para suplirles por nuevos reclutas, o para disolver sus unidades. Muchos aceptaron encantados, porque era lo que esperaban después de años en armas, guerra tras guerra, de un lado a otro del mar, en las Galias, en África, Asia o el Ponto: quitarse los uniformes y volver a la casa de la que salieron, muchos siendo aún unos críos; o irse a vivir a ese lote de tierra tantas veces prometido por los grandes hombres bajo cuyas águilas se enrolaron. Otros se resistían a dejar la que había sido su vida durante años, sabiendo que les costaría volver a adaptarse a la vida civil, porque ya lo habían probado y habían acabado reenganchándose; y no una, sino hasta dos o tres veces, cuando, a cada nuevo conflicto, las legiones, licenciadas con la precaria paz anterior, revivían o se recreaban a petición de los cónsules de turno; o de cualquiera de los grandes hombres del momento, Julio César, los Pompeyo, Craso, los Antonio, Lépido, o el joven César Octaviano. Se justificaban diciendo que los nuevos reclutas necesitaban compañeros experimentados para aprender de ellos, y, sobre todo, buenos mandos bien curtidos en combate; pero, en el fondo, todos temían dejar de ser ellos mismos si se apartaban de la sombra de sus águilas.
Como ya sabes, sustituto mío, una vez que te alistas, el ejército es como un buen lugar para vivir. Si marchas, cargas con los símbolos de la patria y allí donde los plantas está tu tierra, a la sombra de tus águilas. Los pabellones, los barracones o las tiendas de campaña son tu casa; y los fogones o las fogatas de acampada son el fuego de tu hogar. Cada camarada de armas es un hermano que te cubrirá las espaldas, mientras tú cubres las suyas. Ellos son tu familia y nunca estás solo. Lo que, por otra parte y mirándolo bien, viene a ser un problema. A veces un hombre necesita estar solo, y en los cuarteles de una legión eso es prácticamente imposible. Ni siquiera cuando ya eres todo un centurión y tienes derecho a cuarto y escritorio propios; porque tu asistente y tus suboficiales entrarán y saldrán en cualquier momento y a cualquier hora del día o de la noche, según los turnos, las incidencias o las mentecateces más peregrinas.
Cuando por fin me dieron mi destino junto a ellos, todo aquello no me importó. La guerra me había curtido más de lo que yo nunca hubiera admitido, pero acababa de cumplir los treinta años y conservaba buena parte de mi entusiasmo juvenil. Me iba al fin del mundo, pero eso me parecía lo de menos, porque iba a servir junto a los tíos que habían conquistado las Galias; los primeros romanos que habían pisado la Britania; los vencedores de Alesia, Massalia, Urso o Farsalia. ¡Por todos los dioses! Iba a marchar bajo las mismas águilas que los tíos más bragados del ejército romano, con los legionarios favoritos del divino Julio César. ¡Marte me amparara! Mientras viajaba hacia las Hispanias me preguntaba cómo sería ser un centurión novato entre ellos. Pero no tardé mucho en descubrir que ser una leyenda viviente puede llegar a no significar más que cargar sobre el pecho un pesado arnés lleno de condecoraciones. Igual que para el jabalí o el toro de turno lo es ser el símbolo viviente de una legión.
Los entonces miembros de la Décima Legión Montada, o sea, el águila, los signos, las efigies portátiles de los dioses, el busto del divino señor Julio, el toro, el jabalí, los perros, todos los hombres que quedaban de la primera y segunda cohortes, otras cinco centurias incompletas de la tercera, las mulas, varios pares de bueyes, la mayoría de los sanitarios y el médico jefe, estaban estacionados en la fortaleza que se suponía que era entonces su campamento base, Castra Cecilia. En realidad, era un antiguo puesto avanzado, fortificado en tiempos de Metelo, que hasta entonces se había seguido utilizando estacionalmente por estar bien situado en la ruta hacia el norte. A partir de la llegada de la cabeza de la Décima, había pasado a convertirse en su cuartel general. Nadie había ido por allí desde antes de la última guerra, así que se limpió todo de maleza y se rehabilitaron los edificios que lo necesitaban. Se ampliaron el hospital, el principia y el pretorio, pues, supuestamente, el legado y los tribunos residirían allí. Supuestamente, pues, como pronto me enteré, ellos consideraban que su sitio debía estar lo más cerca posible del pretor, y pasaban en Corduba casi todo el mal tiempo, y el bueno también.
El año que llegué a las Hispanias, el poeta Vergilio Maro comenzó a escribir la epopeya a la que dedicaría el resto de su vida. El verso con la que la abría bien podría haber sido la divisa de las nuestras: Canto al hombre y a las armas.